En el ejército, en las prisiones y en las cárceles se malvivía, a pesar de las promesas y palabras altisonantes del Estado.
A pesar de que los ilustrados deseaban abarcarlo todo, daba miedo que el Estado se hiciera cargo de uno en alguna de sus instituciones. En las cárceles los medios económicos con que se contaba para mantener a los presos eran muy escasos.
Había tal penuria que a algunos presos de confianza se les permitía salir a mendigar a las calles, aunque esta práctica fuera muy limitada por la mala imagen que daban en las ciudades.
Los presos con dinero vivían mejor: comían alimentos preparados para ellos y dormían en camas independientes.
En los Hospicios, en los que se encerraba a las personas sin juicio previo con la excusa de la atención médica y de la reeducación, la situación también era penosa. En ellos vivían hacinadas personas enfermas y sanas de todas las edades.
Eran alimentadas con “desperdicios” y “mendrugos” y vestidas con “trapos”. Las condiciones de salubridad de los Hospicios, aún siendo mejores que las de las cárceles, eran también muy malas y facilitaban la propagación de enfermedades.
Nadie se creía que los Hospicios sirvieran para reeducar a los vagos y atender a los desvalidos. Las rondas de recogidas de pobres eran auténticas redadas que se desenvolvían entre los insultos de los vecinos que las observaban escandalizados.
Los funcionarios no se andaban con sutilezas y apresaban indistintamente a pobres “buenos” y “malos”.
La pobreza se había convertido en un delito y a quienes ,por solidaridad escondían a los que huían de las rondas en las caballerizas o en sus casas, las autoridades los multaban como si fueran cómplices de unos delincuentes.
Desde principios de siglo había habido rondas de recogida masivas que habían coincidido con las guerras en las que se había visto envuelta España.
Sólo en 1793 en Granada se reclutaron seis mil vagos entre los diecisiete y treinta años. No se trataba, pues, de reeducar ni de limpiar la ciudad de indeseables, sino de levas forzosas para cubrir las necesidades del ejército y de las fuerzas navales.
De ahí que los funcionarios responsables de las rondas actuaran de forma indiscriminada; se les asignaba un cupo y ellos lo llenaban rápida y eficazmente.

A esto hay que añadir que la vida en el ejército estaba conceptuada por el pueblo como la peor posible. Las ordenanzas militares, que se habían ido endureciendo progresivamente a lo largo del siglo, se basaban en el reglamento prusiano en el que se practicaban los castigos corporales y los fusilamientos por una simple falta.
Por otra parte, las diferencias entre la tropa y los mandos era abismal, con el agravante de que un plebeyo nunca podía ascender a los grados más altos del escalafón porque estaban reservados a los nobles.
Hubo varios intentos de implantar el servicio militar obligatorio.
Éste se basaba en un sistema en el que se asignaban cuotas forzosas de hombres solteros, preferentemente entre diecisiete y treinta años, quedando exentos los mayores de cincuenta años y siendo la duración del servicio de ocho años.
A este sistema se le llamaba de quintas porque se reclutaban uno de cada cinco mozos por sorteo.
El sorteo lo realizaba un párroco como garantía de imparcialidad. Sin embargo, no había tal garantía; los ricos se libraban pagando una cantidad de dinero y había exenciones del servicio militar cada vez más numerosas y cada vez menos justificadas.

La impopularidad del sistema causó que los mozos intentaran por cualquier medio que no les tocara la desgracia de ser alistados, y que en algunas poblaciones se produjeran estallidos de violencia contra las autoridades.
El Estado, envuelto en demasiadas guerras y atrapado en una crisis económica permanente, necesitaba desesperadamente nuevas vías de financiación.
Para ello se puso en marcha la lotería nacional, aunque algunos ilustrados se opusieron a su creación aduciendo que era contraproducente que el pueblo estuviera ilusionado pensando que la suerte les podía quitar de trabajar.
A los mismos funcionarios, por otra parte, se les dio órdenes de que fueran “económicos”, lo cual significaba que fueran cicateros en los gastos y diligentes a la hora de recaudar impuestos. Ser “económico” pasó a ser un mérito para ascender dentro del Estado.
Los Hospicios también eran dirigidos con los mismos criterios “económicos”. Los ilustrados dejaron siempre claro que los Hospicios no debían ser una carga para el Estado y que, incluso, debían llegar a generar beneficios procedentes del trabajo de los propios pobres encerrados en ellos.
Pablo de Olavide que, tras la crisis de subsistencia que provocó el motín de Esquilache fue nombrado director del Hospicio de San Fernando, se tomó muy en serio que, ante todo, tenía que ser “económico”.
Pablo de Olavide recortó hasta el máximo el presupuesto de las obras para transformar una vieja fábrica en el Hospicio y obligó a los internos a hacer de albañiles. Pasando por encima del sentido común, tomó la decisión de hacer dormir a dos personas en cada cama.
La comida que se les daba a los internos era peor que la del rancho del ejército, aduciendo que los soldados arriesgaban su vida por la patria y que, en cambio, los que estaban encerrados allí eran una carga para el Estado.
Olavide, en su afán por ser “económico”, acarició la ingeniosa idea de que los internos se pagaran su cena; según argumentaba, si los presos pagaban su cena con el salario que obtenían en la fábrica de hilados del Hospicio, trabajarían mucho más, pues tendrían la satisfacción de comprarse sus propios alimentos.
Ni que decir tiene que los encerrados en el Hospicio no apreciaron el espíritu ahorrador de Olavide y a los pocos meses hubo varios motines.
El pueblo desconfiaba con razón de las grandes palabras de los ilustrados. Cuando en sus discursos los ilustrados decían con argumentos paternalistas que los Hospicios y las cárceles servían para reeducar y reinsertar a los ciudadanos, parecía que querían levantar un muro de palabras para tapar la realidad.
La distancia entre lo que proponían los ilustrados y los pocos medios con que contaban para llevarlo a cabo, hizo que el pueblo se distanciase de unos gobernantes que se empeñaban en disponer de ellos sin molestarse en conocer sus verdaderas necesidades.
Texto relacionado con el libro El viejo truco del amor
