Imagínate que tu padre es odontólogo, es decir, una persona poco dada a la metafísica y a las fantasías, y se va a un congreso de odontólogos a Italia. Por supuesto a tu madre no se le ha pasado por la mente acompañarle. Porque a esos congresos, o eres un apasionado de los sillones dentales, de los implantes y de la última generación de empastes, o a nadie en su sano juicio se le ocurre ir.

Pues bien, imagínate ahora que, por la noche, mientras tu familia y tú estáis viendo la televisión en tu casa, empiezan a llegarte un montón de fotografías a tu móvil y que, al poco, llama tu padre excitadísimo diciendo que, en ese mismo momento, en el campo de golf que hay junto al hotel donde tienen preparada una cena para los odontólogos, ha aterrizado un ovni y que han descendido varios extraterrestres que les están saludando con unos gestos que parecen amistosos.

Tú, que no has prestado atención a las fotos que tu padre te había mandado al móvil (habías pensado que se tratarían de las típicas fotos de platos de comida) compruebas que, en efecto, en las imágenes se aprecian con claridad unos seres cabezones y aparentemente desnudos que están junto a una especie de platillo volante. Pero la cosa no queda ahí. Al día siguiente, tu padre te manda un enlace a un periódico italiano, en el cual se afirma que se ha producido una serie de fenómenos extraños que muchos expertos han certificado como avistamientos de ovnis.

A los pocos días tu padre, un odontólogo cien por cien realista hasta que se fue al congreso de Italia, regresa a casa y os asegura a ti y a tu madre que él mismo y otros doscientos odontólogos observaron con sus propios ojos a unos representantes de una civilización situada más allá del sistema solar posados en el campo de golf. Os jura, dato importante, que ni él ni los otros congresistas se habían sentado todavía a cenar y que, por supuesto, no les había dado tiempo a lanzarse sobre la comida ni tampoco a saborear el estupendo vino de la región.

Ahora te pregunto: ¿tú le creerías? Es más, a partir de entonces, siempre que se hablara del tema entre tus amigos, ¿defenderías la existencia de extraterrestres porque tu padre, aunque tenga muchos defectos, siempre ha sido una persona muy sensata? Date cuenta de que te estoy preguntando si creerías en tu propio padre.

Imagínate que respondes que sí, que le crees. Pues ahora imagínate que tu padre te dice que los doscientos odontólogos vieron fantasmas. ¿Le creerías también? ¿Y si te dice que lo que vieron fue el monstruo del lago Ness? Te lo pongo más difícil todavía: ¿el abominable hombre de las nieves?

Yo, que nunca he sentido la llamada de la vocación odontológica, miraría a mi padre con mucho escepticismo y le diría que, por favor, a no ser que surgiera la conversación, y tendría mucho cuidado de que no surgiera, no se le ocurriera contárselo a cuantos amigos míos vinieran a casa. Bastante difícil es la vida de un adolescente como para que encima tus propios amigos piensen que perteneces a una familia de chiflados.

Pues bien, ahora imagínate que es a ti, sí, a ti personalmente, al que se le aparecen los extraterrestres o los fantasmas o cualquier otro fenómeno paranormal o extraordinario. La cosa cambia, ¿verdad? Una cosa es dudar de tu padre y otra muy diferente, dudar de ti mismo.

Eso es lo que me ha pasado a mí. No es que viera marcianos ni fantasmas ni el abominable hombre de las nieves. Peor aún. Estoy convencido de que he viajado en el tiempo y en el espacio a la vez. Ni más ni menos.

Exactamente eso fue lo que me sucedió el 15 de abril de 2017, a las 10 de la mañana. Me subí en un tren de cercanías en Colmenar Viejo con destino al Auditorio Nacional de Música de Madrid y aparecí en el París ocupado por los nazis el día 14 de julio de 1942. Un viaje de 75 años y más de 1000 kilómetros de distancia realizado en apenas un segundo. Por cierto, no iba solo. Me acompañaban mis veintisiete compañeros de clase.

Me preguntarás si mis compañeros confirman lo que te estoy contando. He de confesarte que, a pesar de que varios compañeros tienen la extraña impresión de que algo raro sucedió aquel día, ninguno se acuerda de nada en concreto, y menos de que viajara en el tiempo. Sin embargo, no tengo más remedio que asegurarte que estoy COMPLETAMENTE CONVENCIDO de que mis compañeros y yo estuvimos en París en plena Segunda Guerra Mundial y que durante tres días corrimos unas extraordinarias aventuras.

Parque prohibido a los judíos

Todo empezó como un día cualquiera de mi penosa vida. Como era habitual cuando sonaba el despertador para ir al instituto, me quedé en la cama el suficiente tiempo para que mi hermana pequeña se me adelantara y se encerrara en el cuarto de baño. Mi primer acto social de la mañana fue, como todos los días, aporrear la puerta y gritarle a la enana que saliera cuanto antes. ¿Alguien me puede explicar qué sentido tiene que una niña de diez años se arregle tanto para ir al colegio?

Mientras esperaba en la puerta, escuché en el radiodespertador de mi padre (que, por cierto, no es odontólogo) una noticia curiosa. La policía rusa había emitido una orden de búsqueda internacional sobre un científico ruso llamado Ivan Mélnikov. Según el enviado especial en Moscú, el fugitivo era uno de los pocos supervivientes del ultrasecreto Instituto de Investigación de los Mundos Paralelos creado a mediados del siglo pasado en tiempos del dictador Stalin.

Parecía ser que en 1952, el por aquel entonces joven Ivan Mélnikov, junto con otros colaboradores, había descubierto algo tremendamente peligroso para la Unión Soviética. Esa fue la razón por la que el temido jefe de la policía secreta, Lavrenti Beria, decidió borrar cualquier rastro de la existencia del Instituto de los Mundos Paralelos. Él mismo se encargó de dirigir una implacable persecución contra todos sus integrantes. De hecho, mandó ejecutar a dieciocho investigadores y deportó a cincuenta y nueve doctores en física del Instituto de Investigación a los espantosos campos de concentración de Siberia.

No escuché la noticia entera gracias a que, por fin, mi hermana abrió la puerta y pude entrar en el cuarto de baño. Como siempre, mi vista tropezó con el maldito frasco de colonia situado en la repisa del espejo. Me recordaba que Paula, la chica más increíble del instituto y de la que estaba enamorado desde la primera vez que la vi, nunca me haría caso. Si ella supiera el complicado proceso que ideé para que el frasco llegara allí, por lo menos me habría dirigido una sonrisa.

Como es fácil de suponer, resultaba impensable que mi familia supiera que había comprado colonia para una chica. ¿Os imagináis los comentarios de mis padres? ¿Y el cachondeo que se traería mi hermana pequeña? Se imponía, por tanto, una treta. Gastando una buena cantidad de dinero, compré un frasco de colonia que estaba de moda y se lo regalé a mi padre el día de su cumpleaños.

Hay que decir que mi padre nunca utilizaba colonia. Es más, mi padre había comentado más de una vez que para qué necesitaba colonia un hombre, si la loción para después del afeitado llevaba perfume. Tanto es así que la colonia que mi madre le había regalado en alguna ocasión, había acabado siendo utilizada como desinfectante para curar pequeñas heridas.

Mi padre me agradeció muchísimo el detalle, pero no se planteó ni remotamente echarse ni una gota de colonia. Pasaron varios días, hasta que un domingo por la tarde me mostré muy apenado delante de mi madre.

—¿Qué te pasa Sergio, que te veo muy abatido?

—De verdad, mamá, no es nada importante —le contesté mirándole a los ojos con mi expresión más triste.

—Tú cuéntamelo y te aseguro que te sentirás mejor.

—Ahorré mucho para comprarle a papá el frasco de colonia y no lo ha abierto todavía. ¿Tú crees que me sigue queriendo?

Por supuesto, mi padre al día siguiente por la mañana, en contra de sus principios más acendrados, se echó colonia para que su hijo no se sintiera menospreciado ni frustrado. Para que quedara constancia de ello, mientras desayunaba en la cocina, se acercó a mí para darme un beso con el fin de que lo oliera, a la vez que me comentaba que había acertado con el regalo. Momento que aproveché para darle unas palmadas en el hombro y, con una sonrisa irónica, comentarle:

—Papi, hueles como una flor de primavera. Seguro que causarás sensación entre tus compañeros de trabajo.

Mi padre, que algo se barruntó, salió disparado de la cocina y apareció poco después con el bote de colonia en la mano. Enseguida se montó una persecución alrededor de la mesa, yo delante y mi padre detrás, hasta que, por fin, entre risas, me roció de colonia. El objetivo de mi plan había sido cumplido. Había conseguido salir de casa perfumado sin que nadie de mi familia sospechara nada.