— Prométeme una cosa, Andrés.

— Prometido está antes de que me la pidas.

— No quiero que te mueras. No me gusta el luto.

— María del Mar, nunca me moriré.

— Pero para eso habrás de ser más prudente.

— Soy como los gatos, tengo siete vidas. Y todas son tuyas, vida mía. Aunque con esos ojazos y esa cara tan bonita, seguro que el negro te sienta bien.

— Es que me dan mucha pena esas mujeres menudas y delgadas con su pañuelo negro, su vestido negro, sus medias negras y sus zapatos negros. Parecen escarabajillos.

— ¿Pues mira lo que te digo? Que tienes razón, que te ruego que nunca te vistas de luto. ¿Sabes que a las viudas en la India las enterraban vivas cuando sus maridos morían? El luto es como morirse en vida.

— ¡Qué barbaridad! Mira que te diga: ¿de verdad que me va el negro? ¿Qué tal me sienta este velo?

— ¡Estás preciosa! Creo que me casaré contigo.

— ¡Pero si ya estamos casado!

— Pues nos casamos otra vez.

— ¡Qué tonto que eres, Andrés!

Había hecho caso su marido y había abandonado el luto tan solo dos años después de que el muriera. Sin embargo, curiosamente, cuando iba a visitarle al cementerio se vestía de negro de cabeza a los pies. María del Mar contemplaba su ropa perfectamente ordenada. En un lado, del armario había varios vestidos de color negro.

A ella, que siempre le había importado mucho el qué dirán, le costó mucho vestirse de color otra vez. Su misma tía Adela, la mujer más conservadora de Almería, la animó. Quien le decidió fue su hijo. Quería que se criara en un ambiente alegre, sin el recuerdo permanente de que era huérfano.

— ¡María del Mar! —la llamó su tía desde el cuarto de estar — sal rápido.

— Enseguida —rápidamente cogió el bolso y salió del dormitorio.

— ¡Demonio de niño! ¿Has escuchado lo que dice?

El niño de cinco años, con la cabeza cubierta con un sombrero de vaquero, apuntaba su revólver contra la tía.

— ¿Qué dice mi hijito con esa cara tan seria?

— De mayor quiero ser atracador.

—¡Oy,oy,oy! ¡Pero que cosas dice este niño! —exclamo tía Adela fingiendo espanto.

— Y el dinero que robe se lo daré a los niños y a las madres para que no pasen hambre.

— ¡Pero qué niño más gracioso! —asintió tía Adela— Pues no estaría mal. ¡Con el hambre que pasamos! Si estamos peor que en la guerra.  

— No seas tonto, hijo mío. Qué si te meten en la cárcel, a tu tía y a mí nos dará mucha pena —corrigió la madre dándole un sonoro beso en la mejilla.

María del Mar abrió la puerta de la salida. La cerró tras de sí. Ensimismada en sus pensamientos, miraba la empinada escalera. Era día de difuntos y quería llegar pronto al cementerio. Siempre que se situaba frente a la tumba de Andrés y le hablaba, se enfadaba con él. ¿Por qué tuvo que morirse?  Su hijo se parecía mucho a su marido en el físico y en el carácter. Tan tonto y tan bueno como él. ¡Cómo lo echaba de menos! Estaba segura de que no encontraría nunca un hombre que le hiciera sombra en su corazón. Le había querido muchísimo. Tan apuesto, tan simpático, tan caballero y ¡tan enamorado! Si en la noche del bombardeo le hubiera hecho caso…

NOTA: La rebeca está publicado dentro del libro El bosque inglés y otros relatos.