¿TIENEN DERECHO LOS VIEJOS A DIVERTIRSE?

El siglo XVIII fue el siglo más galante, sensual y divertido de la Historia. Los ancianos también se apuntaron a la fiesta y a la vida alegre.

Novedad era con respecto a otras épocas que la juventud se divirtiera tanto, pero también que los viejos se apuntasen sin complejos al mundo festivo y juvenil.

Pese a la opinión de tirios y troyanos, los viejos se sentían a sus anchas en medio de las abundantes fiestas y las nuevas y variadas distracciones que les brindaba el siglo. En las tertulias, los paseos, las comilonas, las fiestas en el campo, los bailes, siempre había viejos dispuestos a divertirse como el que más.

Tradicionalmente, a los viejos que no aceptaban la decadencia física y que querían prolongar su juventud más allá de lo razonable, se les tenía por “viejos locos”.

Se les reprochaba que eran “viejos en edad y muchachos en el juicio” porque su comportamiento no guardaba relación con lo que se esperaba de ellos.

Sus familiares les decían que no se daban cuenta de que el mundo de los jóvenes no les correspondía y que lo mejor era que fueran aceptando su propia decadencia y se quedaran en casa. Los alegres ancianos del siglo XVIII, por el contrario, defendían su derecho a la diversión y respondían que mientras la salud lo permitiese, no había razón alguna para abandonarse al aburrimiento y a los achaques.

Claro está que también a la hora de divertirse los viejos, se seguía midiendo con distinto rasero a hombres y mujeres. Por lo general se admitía que los hombres tuvieran una sexualidad activa hasta el final de sus días.

De un hombre mayor que cortejase a una jovencita había división de opiniones: unos decían que se engañaba si pensaba que podía atraerla físicamente, y otros alababan el vigor y las ganas de vivir de que hacía gala. Con respecto a las mujeres había unanimidad: una mujer madura que quisiera rodearse de jóvenes siempre estaba haciendo el ridículo.

A los hombres, gracias a que tenían la posibilidad cierta de adquirir una mujer joven en el mercado del matrimonio, no se les prohibía que se casaran cuando se hicieran viejos, sino tan sólo se les recomendaba que no abusasen de su poder y que fueran conscientes de sus limitaciones.

Pero la situación contraria, la de un muchacho que se casara con una mujer mayor, ni se planteaba.

Muchos moralistas juzgaban el afán de divertirse de los viejos como uno de los síntomas inequívocos de que el siglo XVIII era más vicioso que el siglo anterior.

Feijoo, que cuando polemizaba gustaba de aturullar a sus contrincantes con mil argumentos, en la discusión sobre si el siglo XVIII se caracterizaba por ser más vicioso que otros siglos, prefería reducir el asunto a una cuestión de opiniones personales y expresar la suya con cierta humildad:

«Yo he vivido muchos años, y en la distancia de los de mi juventud a los de mi vejez, no sólo no observé esta decantada corrupción moral, antes, combinado todo, me parece que algo menos malo está hoy el mundo que estaba cincuenta o sesenta años».

Fray Benito Jerónimo Feijoo opinaba que era cosa de viejos hablar bien del pasado y despotricar contra el presente. Los viejos de todas las épocas siempre se habían quejado del presente porque a cierta edad se perdía la capacidad de adaptarse a lo nuevo y porque se sentían rebasados por la vitalidad de la juventud. Quejarse de todo era una “enfermedad del alma” que traían los años y contra la que había que precaverse:

«Sobre todo, huyo de aquella cantinela, frecuentísima en los viejos, de censurar todo lo presente y alabar todo lo pasado».

Texto relacionado con el libro El viejo truco del amor