EL AUTÉNTICO HOMBRE DE BIEN

El hombre de bien no es una buena persona, sino el burgués que contrariamente a los nobles, se hace a sí mismo por medio del esfuerzo.

El nuevo tipo de hombre del que los ilustrados, los auténticos protagonistas del siglo XVIII, fueron portavoces, era el hombre de bien, al cual Palacio Atard denomina “hombre económico”, y que, según él, era “el verdadero y radical enemigo del orden antiguo”.

El hombre de bien ponía en cuestión ciertos aspectos de la doctrina cristiana y creía de forma difusa en el infierno. Los que seguían creyendo a pies juntillas en el infierno pertenecían al pueblo, al cual el hombre de bien despreciaba porque, según su parecer, se hallaba sumido en la obscuridad y el error.

Benjamin Franklin

La mente racional del hombre de bien rechazaba la religión popular y las supersticiones porque hacían que la esfera de lo sobrenatural invadiera su vida cotidiana, de la cual él era dueño y señor.

El hombre de bien se hallaba en el centro de la mentalidad de la burguesía. No estaba preocupado por si pecaba en todo momento ni se sentía siquiera pecador; él sólo pecaba cuando infringía algún mandamiento muy concreto.

La mayoría del tiempo vivía en un mundo terrenal disfrutando de la felicidad que le proporcionaban los bienes materiales que había conseguido con su trabajo. Esto era un cambio de mentalidad muy importante.

El hombre de bien no buscaba la felicidad eterna en el más allá, sino que quería alcanzar su propia felicidad en la tierra.

El hombre de bien era la antítesis del noble aristócrata que heredaba un título y unas rentas que le permitían vivir de manera ociosa durante toda la vida. El hombre de bien se hacía a sí mismo mediante el trabajo duro.

Las nuevas virtudes masculinas que el hombre de bien ponía en juego para lograr la felicidad eran el ahorro, el esfuerzo y la constancia. En estas tres virtudes se encontraban los fundamentos del capitalismo, y en torno al tipo de hombre que las encarnaba giraron las principales batallas de la guerra de mentalidades del siglo XVIII.

La carga subversiva de tales ideas no se le escapaba a la Inquisición que prohibió numerosas novelas a partir de la Revolución francesa que tenían como argumento la vida de un hombre que lograba la “felicidad” terrena practicando una serie de virtudes que le conducían a la riqueza.

En cierta ocasión Pablo Forner, se vio en el aprieto de argumentar, en un informe fiscal, contra unos catedráticos de la Universidad de Salamanca que habían denunciado a unos compañeros, como “impíos, corruptores de la juventud, perturbadores de la seguridad pública” y otros cargos terribles, porque defendían que “el camino de la felicidad en esta vida es la virtud”.

Juramento precursor de la Revolución Francesa de J.L. David

Y como virtud se entendía las ya mencionadas laboriosidad y constancia en el ahorro de los burgueses,

Algunas de las contradicciones de los ilustrados se entienden mejor si se parte de que en sus fundamentos había una gran paradoja: se creían a sí mismos los verdaderos nobles por defender a toda costa la mentalidad del “hombre de bien”.

Un ilustrado, como Cabarrús, con un origen claramente burgués (fue fabricante de jabones antes de que se le encomendara la creación del Banco Nacional de San Carlos) consideraba que el mejor premio por haber conseguido beneficios económicos para la patria a través del comercio, era su elevación a la nobleza.

No era un sinsentido, desde esta perspectiva, que muchas de las actuaciones de los ilustrados fueran dirigidas contra la línea de flotación de “una nobleza privilegiada para no hacer nada y disfrutar pingües rentas”. Cabarrús, que frecuentaba los salones de la alta nobleza, no tenía empacho en afirmar que los nobles eran perjudiciales para la monarquía:

«Sostiene la nobleza el trono… ¡ah! dígase más bien lo mina y que lo destruye, agravando aquel gasto preciso con todos los suyos, y añadiendo a aquel yugo saludable el de sus pasiones, ciertamente tan inútil como ilegítimo».

Jovellanos, que pertenecía a la baja nobleza y que había estudiado en los Colegios Mayores gracias a unas becas, logró que fuera rechazado el proyecto de fundar un montepío que socorriera a los huérfanos de los nobles de la corte, argumentando que el mejor modo de que un noble no tuviera hijos pobres, era no casarse y no procrearlos:

«Tres o cuatro familias nobles, reducidas a mendigar por la desidia o mala conducta de sus jefes, serían más provechosas al Estado y a la nobleza que un millón de montes-píos derramados por el reino».

Los nuevos valores burgueses respaldados por los reyes y la crítica implacable contra la mentalidad aristocrática fue socavando el prestigio de los nobles.

Los nobles no habían sido capaces de cumplir la función rectora que les daba su razón de ser y los reyes Borbones habían preferido sustituirlos por los golillas. Ser noble, por tanto, no implicaba necesariamente ser respetado y vino a ser sinónimo de “viejo, rancio, añejo, antiguo”.

Hasta los nobles más jóvenes mostraban su desprecio a la antigua nobleza española. Se había producido un corte generacional entre las nuevas generaciones y los que se aferraban al estilo de vida tradicional.

Texto relacionado con el libro El viejo truco del amor