Una cosa era criticar al gobierno y a la sociedad y otra muy diferente morder la mano de quien te da de comer.
Los escritores hacían tantas críticas a los gobiernos y llamadas a la subversión que, a veces, no sabían cómo volver atrás para demostrar que respetaban el orden establecido.
Los escritores ilustrados preferían quedar bien con el gobierno que con los ciudadanos porque sabían que, a la larga, los beneficios serían mayores.
La cuestión era que los escritores ilustrados, como cualquier escritor, deseaban que sus obras de teatro contaran con la aceptación del público y que sus novelas se leyesen. Para ello no había otra salida que inventar tramas y personajes con los que el público se sintiera identificado.

Si el público pensaba que los escritores eran los portavoces de sus propias ideas, estaría dispuesto a aceptar cualquier cosa; en caso contrario, si pensaban que los escritores querían hacer propaganda estatal en sus obras, estas corrían el peligro de quedar olvidadas en los anaqueles de las estanterías a la espera de que algún erudito se dignase estudiarlas.
Los dramaturgos del Siglo de Oro habían abordado este mismo problema con éxito y, aún así, los estudiosos han hablado de lo que se ha dado en llamar “vacilación ideológica”. La “vacilación ideológica” era el riesgo que se corría cuando se cambiaba todo para dejarlo todo igual.
El truco consistía en criticar tanto a los nobles y en alabar tanto a los plebeyos, que los plebeyos acababan convencidos de que no merecía la pena hacerse nobles, y, en consecuencia, los nobles seguían gozando tranquilamente de sus privilegios.
El riesgo estaba en que algunos plebeyos se quedasen en la mitad del razonamiento y creyesen que era verdad que la nobleza sobraba. Un ejemplo de “vacilación ideológica” se daba en El alcalde de Zalamea de Calderón de la Barca.
El protagonista se llamaba Pedro Crespo, un campesino orgulloso de serlo. Aunque era rico, no le tentaba comprar ningún título nobiliario porque le bastaba con preservar su honor y con ser cristiano viejo.
Pero el caso es que un capitán noble violó a su hija, y Pedro Crespo, para restaurar su honor, sublevó a los vecinos de su pueblo y, saltándose la autoridad militar, ejecutó al capitán.
Al final, justo antes de que el ejército arrasase el pueblo, apareció el rey y restableció el orden de siempre. Pero si algún espectador se hubiera ausentado durante los cinco minutos finales, habría pensado que en el escenario se había incitado a la revolución de los plebeyos contra los nobles.

Leandro Fernández de Moratín utilizó en su obra El barón los mismos recursos que se habían utilizado en el Siglo de Oro para desalentar a los plebeyos que querían emparentar con la nobleza a través de un matrimonio desigual.
En El alcalde de Zalamea era un noble malo el que se fijaba en una plebeya (a un noble bueno no se le pasaba por la cabeza enamorarse de una plebeya). En El barón tía Mónica quería casar a su hija Isabel con un barón que resultaba ser un estafador.
En ambas obras la nobleza como clase no se ponía en cuestión, porque la desigualdad de condición no la habían planteado los buenos y verdaderos nobles: el capitán era un noble malo y el barón un estafador
La “vacilación ideológica” de El alcalde de Zalamea radicaba en que insistía demasiado en que el honor de los plebeyos era más importante que la nobleza.
En El barón estaba en la crítica excesiva a los nobles. Un espectador objetivo que asistiera a una representación de El barón no sabría decir si Moratín hijo hacía concesiones al público para acercarse a él, o utilizaba esta fórmula para atacar sin contemplaciones a la nobleza.
El tema del falso noble que hemos visto en El barón lo utilizaron otros autores ilustrados para desengañar a los plebeyos que deseaban cambiar de estamento.
En el sainete de Ramón de la Cruz, El marido discreto, una criada joven y engreída engañaba a su señor prometiéndole que era una hija de nobles venida a menos. En Los menestrales de Cándido María Trigueros, el falso noble era, como en El barón, un estafador que quería casarse con la hija de un sastre pretencioso.
En este tipo de obras ilustradas se llegaba a la conclusión de que el único motivo que tenían los plebeyos para cambiar de estamento, era aparentar. Los plebeyos no se apreciaban a sí mismos y no valoraban que habían logrado una buena posición gracias a su trabajo y esfuerzo personal.
También se decía a los plebeyos que se quedaban en una visión muy superficial de lo que era un noble y que no comprendían realmente cuál era la diferencia insalvable entre nobles y plebeyos.
Pero lo más curioso es que cuando había que aclarar en qué se basaba la diferencia entre nobles y plebeyos se acudía a argumentos confusos y etéreos. Los mismos autores ilustrados eran conscientes de que defender la existencia de una casta superior era insostenible en el siglo de la Ilustración.
Tanto era así que cuando Trigueros trató de explicarlo en el siguiente monólogo de Los menestrales, las autoridades le mandaron que lo suprimiera porque juzgaron que sus ideas sobre los nobles no sólo no las entendería el público, sino que era fácil que se volvieran contra los mismos nobles:
«¿Qué importa que mil hombres envidiosos, / mil maldicientes murmuradorcillos / de esos que llaman sabios, y a las veces / ni aun saben granjearse un buen vestido / prefieran la virtud del que es plebeyo / a la nobleza misma? No los sigo. / No, señor, no los sigo, y hay mil otros / tan sabios como yo, que hacen lo mismo. / ¡La nobleza! ¡Muy bello! La nobleza / es una ejecutoria de lo limpio, / de lo bueno, lo justo, lo elevado, / y hasta de lo galán y lo entendido. En mí, salvo el lugar, veis el ejemplo; / a Dios gracias, no es ciego a quien lo digo. / Sólo la gente noble es quien entiende / un lenguaje tan claro y tan preciso».
Texto relacionado con el libro El viejo truco del amor
