La nobleza se conseguía sirviendo al rey en la guerra, por tanto, los nobles se distinguían por su indiferencia ante la muerte en toda circunstancia.
Los ilustrados querían que los nobles se dieran cuenta de que ser laborioso, esmerado y previsor como los burgueses también era cosa de hombres. Lejos de eso, los nobles no compartían el sistema de valores de los burgueses, entre otros motivos porque su concepto de masculinidad estaba muy ligado a la fuerza física.
La manera más honrosa de conseguir beneficios económicos y un título nobiliario en la Edad Media había sido la guerra.
De ahí que, entre las virtudes que se hallaban en el origen de la nobleza, estaban las cualidades viriles de los señores de la guerra como la fuerza, el arrojo, y la opción de arriesgar la vida en un momento determinado, lo cual les confería un carácter de heroica excepcionalidad que les situaba por encima de los demás.
Estas cualidades viriles seguían siendo apreciadas en el siglo XVIII dado que el destino predilecto de los nobles era el ejército. También se notaban en que continuaba vigente el duelo, preferiblemente a espada, como la única forma de resolver ciertos conflictos exclusivamente masculinos.

Ahora bien, los valores y el concepto de masculinidad de los nobles hacía tiempo que carecían de sentido. En cuanto al espíritu guerrero, el mismo Cadalso, noble y militar, se hacía eco de la idea ilustrada de que la guerra no era un negocio rentable; resultaba más honroso y más económico para las naciones y los reyes acrecentar su poder por medio del comercio que por la guerra.
Por lo que respecta al duelo, en la pragmática contra los duelos y desafíos de Fernando VI de 1757, la cual venía a confirmar la promulgada por Felipe V a principios de siglo, se condenaba a los duelistas a la pena de muerte y a la confiscación de sus bienes.
Gracias al rigor con que se aplicó la ley y que desde los púlpitos también se desaprobaba, la afición por los duelos remitió, aunque permaneció en estado latente. El duelo todavía encontraba insospechados defensores entre los ilustrados más importantes.
En el Delincuente honrado, una de las muy escasas obras de teatro que tuvieron éxito en la época, Jovellanos, futuro ministro de Justicia, pedía tolerancia a los legisladores a la hora de aplicar la ley. Según Jovellanos, había que distinguir entre el que retaba y el que era retado:
«El honor, señor, es bien que todos debemos conservar, pero es bien que no está en nuestra mano, sino en la estimación de los demás. La opinión pública le da y le quita. ¿Sabéis que quien no admite un desafío es al instante tenido por cobarde? La nota que le impuso la opinión pública ¿podrá borrarla una sentencia? Yo bien sé que el honor es una quimera, pero sé también que sin él no puede subsistir una monarquía, que es el alma de la sociedad, que distingue las condiciones y las clases, que es el principio de mil virtudes políticas y, en fin, que la legislación lejos de combatirle, debe fomentarle y protegerle».
El sentimiento del honor en España había sido exaltado en todos los estamentos más que en ningún otro país. Se fundamentaba en “la estimación de los demás”, por lo que la conciencia del valor propio estaba sujeta a la tiranía de las apariencias y de la suspicacia.

Había que ir con mucho tiento; “los demás” debían reconocer siempre la calidad de la persona con la que estaban tratando, no fuera que ésta se sintiera menospreciada y se acabara sintiendo herida en su orgullo.
Los ilustrados atacaron abiertamente este sistema de valores nobiliarios que había infectado al conjunto de la sociedad española y, desde el poder, emprendieron su sustitución por los valores del “hombre económico”. Era, según los ilustrados, la única manera de sacar a España y a la nobleza de su decadencia.
Pero la nobleza, por mucho que los ilustrados estuvieran apoyados por el rey, no se percibía a sí misma amenazada ni abocada a una irremisible desaparición. Como en siglos precedentes, la aristocracia asentaba la mayor parte de su patrimonio en la posesión de tierras y vasallos.
En plena Ilustración gran parte del territorio español les pertenecía; así, por ejemplo, en Andalucía los nobles acaparaban el sesenta por ciento de la superficie agraria en régimen de señorío.
A las rentas agrarias se les añadían las entradas producidas por los cargos militares y civiles que les estaban reservados, puesto que, para obtenerlos, todavía eran obligatorias las pruebas de nobleza.
La nobleza era el estamento más poderoso y de mayor prestigio, y de ahí procedían las grandes contradicciones de los ilustrados y de los mismos burgueses. De hecho, en el siglo XVIII la mentalidad aristocrática era la dominante y hasta los burgueses no deseaban otra cosa que conseguir un título nobiliario.
Como decía Ensenada, “franceses e ingleses son comerciantes de corazón y los nuestros por la fuerza”. Lo mismo sucedía con los escritores ilustrados y los golillas. Como pertenecían mayoritariamente a una nobleza discreta, cuando accedían a las mansiones de los grandes de España, se sentían orgullosos de codearse con ellos y deseaban, como los burgueses, pertenecer a ese grupo de personas tan selecto.
Texto relacionado con el libro El viejo truco del amor
