Se competía por enterrar a los muertos en los sitios claves de las iglesias. En el siglo XVIII, por motivos higiénicos, se trasladó a los cadáveres fuera de las poblaciones.
El miedo a las enfermedades y la progresiva medicalización de la sociedad condujo a que se prohibiera que se enterraran los muertos en las iglesias y que los cementerios se instalasen fuera de las ciudades. Se acababa, de esta manera, con una tradición que tenía muchos siglos de antigüedad.
Esta tradición había sido fomentada por el concilio de Trento para hacer de la parroquia el lugar central de la vida religiosa.
Como el recinto de la Iglesia era un lugar limitado, se había desatado una competencia para ocupar los lugares más vistosos y más cercanos a las imágenes de los santos con más poder de intercesión ante Dios.

Los lugares más solicitados eran los que estaban debajo de las imágenes de la Virgen María y de san Miguel Arcángel y cerca de donde se leían los evangelios. Los más ricos, como la condesa duquesa de Benavente, no competían con nadie, sino que contaban con espacios reservados en sus capillas particulares.
Los que tenían menos poder adquisitivo se conformaban con ser enterrados en el campo santo anexo a la parroquia.
El miedo que inspiraban las posibles emanaciones infecciosas provenientes de los muertos creció de forma exagerada en toda Europa. En Francia se trasladaron miles de cadáveres con sus ataúdes a las afueras de las ciudades.
En España la primera prohibición de que se enterrasen más muertos en las iglesias llegó a través de la Real Cédula de 1787, en la cual también se decía que, a partir de entonces, los cementerios debían construirse extramuros de las ciudades.
Aun así, la costumbre de enterrar a los muertos en las iglesias estaba muy arraigada y lo que sucedió fue que, como una forma de evitar la ley, en los testamentos se manifestaba expresamente la voluntad de ser enterrados dentro de las iglesias.

A otras personas más modernas, en cambio, les complacía más la idea de ser enterradas, siguiendo una moda que no llegó a triunfar en España, en cementerios en que las tumbas se dispondrían en jardines de estilo inglés a los que los ciudadanos irían a darse un agradable paseo. Cabarrús se encontraba entre ellos; le gustaba pensar que, si se le enterraba en el campo, sus restos volverían a reintegrarse en la Naturaleza:
Pero la naturaleza, más fiel que nosotros a las leyes de su autor, triunfa al cabo de los impotentes obstáculos de nuestro orgullo: las porciones que había separado para nuestra formación y nutrición, las restituye a su sistema general por aquella metempsícosis, la única que sea cierta y razonable.

¿Y qué cosa más capaz de consolar a un corazón sensible que la idea de volverse a incorporar con aquella común madre; de vivir, digámoslo así, en otros seres distintos a cuya existencia hemos de contribuir, y de no cesar de existir y servir al orden del universo hasta la última revolución de los siglos?
Texto relacionado con el libro El viejo truco del amor
