LA GUERRA DE LAS RATAS

Tras la desaparición de la peste y el éxito de la vacuna de la viruela en el siglo XVIII, los médicos cobraron prestigio y una influencia, a veces excesiva, en la sociedad.

En la Ilustración la medicina empezó a avanzar con paso firme al aplicar rigurosamente el método científico. Uno de los motivos de su creciente prestigio se debió a un hecho fortuito. Este hecho fue que la terrorífica epidemia de la peste, que había diezmado Europa en varias ocasiones, ya no volvió a declararse.

No se sabía a ciencia cierta por qué la peste había desaparecido, pero se tenía la impresión   de   que   algunas   medidas   preventivas   habían   surtido   efecto.   El   político Campomanes, haciéndose eco de lo que se decía en la época, afirmaba que la causa de su extinción se hallaba en el uso generalizado del lino. En realidad, el fin de la peste se había debido a la victoria de las ratas castañas sobre las ratas negras.

Las aguerridas ratas castañas, que llevaban un parásito menos sediento de sangre y menos proclive a ser portador de la peste,  habían  derrotado  a  las  ratas  negras,  más  domésticas  pero  que  llevaban  la  pulga pestífera xenopsylla cheopis. El avance imparable de las hordas de las ratas castañas procedentes del centro de Asia, hizo que las ratas negras, asentadas en Europa desde hacía cinco siglos, quedaran confinadas en los barcos.  

La última vez que la peste afectó a España fue en 1694, a pesar de que siguió acechando en las puertos, como en 1720 que burló la cuarentena del puerto de Marsella y se propagó por Francia.

La viruela, una de las enfermedades infecciosas más mortíferas, sí retrocedió a causa de la intervención humana. Según estimaciones de Hervás y Panduro, la viruela mataba al cuarenta por ciento de los infectados. El descubrimiento de la vacuna de la viruela por Edward Jenner en 1796  y su gran eficacia tras su inoculación masiva, hicieron que la llamaran la “santa vacuna”.

El entusiasmo que provocó la vacuna de la viruela condujo a las autoridades a montar una de las expediciones más importantes de la historia de la medicina, la Real Expedición Marítima de la Vacuna, que dio la vuelta al mundo para vacunar a todas las colonias españolas.

La Real Expedición contra la viruela

Esta expedición, recreada por Manuel José Quintana en uno de sus ampulosos y sensibles poemas, fue dirigida por el médico Francisco Javier Balmis. Hay que decir que, como no se había sintetizado el virus y la vacuna consistía en un preparado que se obtenía a partir de las pústulas de los enfermos, en la expedición se llevó veintidós expósitos a los que se les inoculaba el virus sucesivamente.

El viaje fue muy duro y hubo bastantes bajas. Primero se vacunaba a la población de la costa y luego se viajaba al interior. Como muchas veces los caminos eran intransitables hasta para los mulos, los indígenas llevaban a los niños a hombros cuando ya no tenían fuerzas para andar.

Gracias a estos éxitos, la medicina y los médicos cobraron un gran prestigio y dio comienzo el proceso de medicalización de la sociedad. El médico, en una época en que la salud era uno de los objetivos principales del Estado como medio de aumentar la población, más que como terapeuta, por su función de higienista, se aseguró una posición privilegiada en el siglo XVIII.

Película que cuenta la expedición de Balmis

Soluciones contra las epidemias

Este fue el motivo de que, ante la amenaza de epidemias, algunos políticos consideraban de sentido común llevar al extremo las recomendaciones médicas de profilaxis y aislamiento, y proponían la pena de muerte para los que tuvieran los primeros síntomas de la enfermedad y no lo notificaran de inmediato a las autoridades para que los encerrasen en un lazareto.

Pese a todo, las epidemias de paludismo y fiebres amarillas azotaban la población con harta frecuencia. Una medida efectiva contra estas epidemias fue la desecación de las zonas pantanosas, en la que se invirtieron grandes sumas. Sin embargo, siempre quedaba la impresión de que los políticos no abordaban con valentía los problemas y de que, en cierto modo, no les importaba mucho la situación real de sus ciudadanos.

La verdadera causa: la miseria

El mismo crecimiento de la población, que tanto favorecían los gobernantes ilustrados, había provocado que los productos básicos se hubieran encarecido. Eso hacía que la dieta alimenticia de muchos ciudadanos fuera muy escasa y que tuvieran que recurrir a alimentos en mal estado para engañar al hambre, lo cual debilitaba sus defensas y facilitaba la aparición de las enfermedades.

Algunos alcaldes eran conscientes de que la miseria era el verdadero caldo de cultivo de las epidemias y, en las frecuentes crisis sanitarias de finales de siglo, no querían que les mandasen médicos, sino comida.

Las ideas religiosas ya no eran las únicas que daban sentido a la vida y a la muerte de los europeos. La misma resignación ante la muerte se transformó en miedo e incertidumbre a medida en que la medicina iba progresando. Cuando los médicos aplicaron el método experimental, los descubrimientos médicos se sucedieron con rapidez.

Entonces, el prestigio de los médicos aumentó rápidamente y se inició el proceso de medicalización de la sociedad: la ciencia de la medicina empezó a tener un gran poder en la sociedad y a invadir el terreno de la religión. Los médicos ya no se limitaban a ejercer su profesión, sino que también administraban el miedo a la enfermedad y a la muerte.

Texto relacionado con el libro El viejo truco del amor

Imagen de cabecera: ®Flickr/CreativeCommons/KenHakIngs